Lula da Silva y el efecto de la nostalgia.
Por Canek Sánchez
Ahora que Lula regresa al poder en Brasil, la hegemonía izquierdista popular se afianza en Latinoamérica. No hay nada de malo en la alternancia del poder de derecha a izquierda y viceversa cuando hay una verdadera democracia que sustente los resultados electorales en cada país. Dicho lo anterior, naciones como Chile, Argentina o recientemente Colombia han apostado por partidos de marcada influencia popular nacionalista.
Si bien Lula da Silva no fue un mal presidente en sus 2 periodos comprendidos del 2003 al 2010, cabe destacar que tampoco llevo a la plenitud al gigante sudamericano en economía y desarrollo social como lo prometió en sus campañas de la primera década del nuevo siglo.
Su mandato tampoco derivó en una crisis similar a la de Venezuela pero su gestión sí terminó con medianos resultados. Sin embargo, lo que se puede cuestionar es: ¿Qué sucederá cuando las opciones para elegir gobernantes no se basen en solo la popularidad y la omnipresente nostalgia de que en el pasado las cosas funcionaron?
El triunfo de Lula significa el retorno del último «Socialista del siglo XXI» que aún se mantiene activo, junto a Cristina Fernández de Kirchner, que es la actual vicepresidente de Argentina en un gobierno de coalición, pero esto tiene lugar en un mundo muy distinto al de 2003, cuando el líder del Partido de los Trabajadores (PT) accedió por primera vez a la presidencia de Brasil.
Además, el legado de Lula y las ideas de aquel progresismo de principios de siglo no están, en definitiva, necesariamente en sintonía con las de la nueva ola de jóvenes presidentes de izquierda y centroizquierda en la región.
Los tiempos cambian, los retos globales de igual manera y es posible que la fórmula que diera resultados aceptables hace más de una década no aplique para nuestros tiempos.
Hasta el momento Jair Bolsonaro y sus simpatizantes no se han pronunciado por el apretado triunfo de Lula, pero lo que si queda en claro es la marcada división en el país sudamericano por parte del gobernante saliente que no solo decepcionó y traicionó la confianza de la mitad del electorado con el marcado fantasma del autoritarismo y el pésimo manejo de la pandemia.
La polarización en Brasil está en alza desde la llegada de Bolsonaro al poder. Y la imagen del Partido de los Trabajadores aún no se recupera de la destitución de Dilma Rousseff, protegida de Lula, en 2016, ni de los escándalos de corrupción del Mensalão, ligado al pago de sobornos a legisladores, y Petrolão, en torno a sobornos vinculados a al petrolera estatal Petrobras. Este último llevó incluso a una condena contra Lula, que pasó 19 meses en prisión antes de que en 2021 la Corte Suprema anulara el proceso.
Brasil vive un estado social de polarización muy similar al que vive el México actual, pero con la diferencia de que no ha recurrido a prácticas tan grotescas como la expresión de resentimientos contra los conquistadores (Portugal en el caso de Brasil), mentiras, promesas absurdas y hasta niñerías, tan propias del partido en el poder en nuestro país, y va más por el marcado camino del «moderno socialismo» pero con reservas y sobriedad en las declaraciones hasta el momento.
En el contexto político mexicano, la victoria de Lula da Silva debe servir como ejemplo a la desorganizada oposición política mexicana del actual gobierno. La estrategia fue simple: pactar acuerdos con sus principales rivales de campaña, así como un claro entendimiento de las oportunidades que tenía cada uno de los actores políticos por llegar al poder. Muy probablemente, de no haber llegado a dichas alianzas, los votos se hubiesen esparcido dejando margen de continuar a su rival Jair Bolsonaro, trayendo la inevitable frase “divide y vencerás”.
El lema en la bandera brasileña «ORDEM E PROGRESSO» («Orden y Progreso» en portugués) refiere en parte a que las oportunidades de una vida mejor no deben ser exclusivas de una sola clase social o política, contrario al discurso de «no somos iguales» del partido MORENA, quienes han demostrado en tan solo 4 años ser peores que sus antecesores. En sí, la polarización en Brasil va más por el lado de limitar la participación de nuevos activistas sociales recurriendo, como en este caso, a la nostalgia del viejo Lula da Silva.
A diferencia de López Obrador, Lula sí es una persona que ascendió desde los origines más humildes. Hijo de padres analfabetas y obligado a trabajar como lustrador de zapatos en su infancia, a la edad de 14 años comienza a laborar en una fábrica metalúrgica llegando a convertirse en un líder sindical. Parte de esa historia personal es un factor que influyó en ese romanticismo de la izquierda sobre mitificar a sus líderes o héroes, verdaderos caudillos emanados de las luchas de clases sociales.
En alguna ocasión Obama llamo a Lula “el político más popular del mundo” por sus altos niveles de aprobación en Brasil. Sin embargo, recordemos que popular no es una regla de oro para ser bueno en algo. Al final del día o del periodo de gobierno, los ciudadanos solo le creerán a lo que vean en su mesa y en su cartera y no al eterno discurso demagógico de la clase política, sea de izquierda o de derecha.
El Brasil de 2022 está atravesado por otras tensiones. No hay boom de las materias primas (aunque algunas de estas han estado subiendo por el conflicto en Ucrania) y la economía, que aún se recupera de la pandemia de CoVid-19, está estancada desde hace años. De ser la número seis del mundo en 2011, se encuentra ahora en el puesto 12.